Consejos American Psique: enero 2012

domingo, 29 de enero de 2012

Portland o América como les gusta a los españoles

Para muchos españoles con los que he hablado hay una América buena y otra mala. La campaña de las primarias republicanas se encarga permanentemente de recordarnos cual es la mala. La de las grandes fortunas, las corporaciones inmisericordes, la comida rápida, la gente ignorante que vive en small town America, lleva armas de fuego, va a misa, para la cual ser socialista es un insulto, se opone a la inmigración y a la sanidad publica a pesar de necesitarla mas que nadie y para colmo es racista.

En el otro extremo nos encontraríamos la buena América. La que representa New York y el grupo de 12 o 14 areas metropolitanas donde se acumularía lo que el sociólogo Richard Florida dio en llamar the creative class, una combinación humana difícil de definir en la que se incluirían ingenieros de software (sobre todo) y de cualquier otra clase, diseñadores, artistas, cocineros, profesores universitarios, emprendedores y cualquier otra profesión que requiera de algún tipo de inventiva. Una clase que otros han denominado bobos (bourgeois and bohemians o burgueses y bohemios), un concepto inventado por el escritor David Brooks en su libro Bobos in paradise hace una década que sirve para definir a este grupo de personas relajadas en las formas y los horarios pero de una disciplina militar en el trabajo, o sea tipo Steve Jobs y similares. Una América si no laica (un concepto ajeno para el americano que ni siquiera encuentra una buena traducción al ingles) si entregada a las religiones orientales, favorable a la inmigración de ingenieros indios y chinos, cultivada y que apoya a Obama sin condiciones. La América que representan ciudades como San Francisco, Seattle o Portland, todas ellas ciudades a la que viajo con cierta frecuencia para visitar a la familia de mi mujer.

Pero yo quería hablaros de Portland que es la mas terrenal de las tres ya que las otras dos, sobre todo San Francisco, se ha convertido en un refugio habitado solamente por millonarios o gente muy, muy pudiente. Portland, probablemente solo conocida por muchos españoles por ser la sede de los Portland Trail Blazers, el equipo de baloncesto en el que jugaron Fernando Martin, Rudy Fernández y Sergio Rodríguez, pasa hoy por ser el refugio de los bobos que no pueden permitirse vivir en ciudades mas caras o con mejor clima. Portland es la tercera o cuarta ciudad en número de doctorados per cápita de los Estados Unidos, después de San Francisco y Seattle por supuesto, que es un dato que aquí se tiene mucho en cuenta. Tiene una población joven (apenas hay cementerios o se lee sobre defunciones en The oregonian), una mezcla atractiva de familias y solteros de todas las tendencias, la gente va en bicicleta, amplias secciones de comida orgánica en los supermercados y una importante cantidad de foodies que salen a restaurantes dos o tres veces por semana y están dispuestos a desembolsar importantes cantidades en arsenal de cocina. En Portland hay escuelas públicas con itinerarios alternativos para niños con vocación creadora, mujeres en la treintena que estudian masters online en chamanismo y un sistema de transporte público que es gratuito en el centro de la ciudad. Los únicos peros que le ponen sus followers son la lluvia y que quizás hay demasiada gente blanca por las calles.




Portland, y el estado de Oregon al que pertenece, llaman la atención al español por otras razones. Se pagan en general pocos impuestos, por ejemplo no existe el IVA en las compras con lo que los precios son de un 8 a un 10 por ciento menores que en la mayoría de los Estados Unidos. Este factor hace que la mayoría de los empleos públicos estén relativamente mal pagados en este estado. Este hecho tiene reflejo en otras áreas como la cultura en la que las subvenciones apenas existen. Hace poco fui al Museo de Arte Contemporáneo de esta ciudad a ver una retrospectiva de Shoah, un documental de 10 horas producido hace 25 anos sobre la vida en los campos de concentración por el que había que abonar 10 dólares por visionar cada una de las partes, lo cual resultaba lógico si tenemos en cuenta que no había mas de 10 o 12 personas en la sala en cada sesión. Los bobos, como el resto de los americanos, son además tremendamente respetuosos con el espacio público y con el aspecto exterior de sus casas que están primorosamente cuidadas, lo cual a su forma de ver no esta reñido con la bohemia o la libertad. Tampoco con el respeto, una de las atracciones de la ciudad es un santuario católico levantado por vietnamitas llamado the gratto abierto al público en el que nunca he observado no un graffiti sino algo que se asemeje a una mancha. Asimismo, las mujeres están de vuelta de estar de vuelta. Muchas de ellas, con doctorados o buenas carreras profesionales, han renunciado a ellas, viven del sueldo de sus maridos y pasan el día llevando a sus hijos de una clase de piano a otra de soccer con un vaso de Starbucks en la mano. No tengo dudas de que a muchos españoles entusiasmaría este panorama pero si las tengo respecto a la posibilidad de que florezca una autentica sociedad de bobos en nuestro país en el caso de que sea lo deseable. ¿Diferencia de creencias o valores? Si, claro, empezando porque los bobos norteamericanos piensan que levantarse todos los dias por la mañana tiene sus riesgos y no tienen ningún problema ni con la economía de mercado ni con un estado pequeño.

domingo, 22 de enero de 2012

La muerte

Los americanos no tienen relaciones con la muerte. Me explico, a pesar de su religiosidad – vuelvo a recordar que más del 90 por ciento de la población se declara creyente en algún tipo de deidad, que es un dato sin igual en occidente – la muerte es un tema tabú a evitar siempre que se puede. Una circunstancia que demuestra que no tenía del todo razón el científico Stephen Hawking cuando afirmó recientemente que “el cielo es un cuento de hadas para los que tienen miedo a la muerte”, y si la tenía, las religiones habrían fracasado rotundamente ya que los americanos esquivan cualquier alusión a la parca en el devenir cotidiano.

Puede que la industria televisiva norteamericana haya dado a luz series como “Dos metros bajo tierra” que miran a la muerte cara a cara, casi regodeándose, o que hayan desarrollado una potente (y privada) industria de la muerte en la que existen incluso sofisticadas compañías, como el Johnson Consulting Group, dedicadas en exclusiva a la consultoría en temas de gestión de cementerios y tanatorios, pero la verdad es que se la presta poca o ninguna atención. Ni siquiera los cementerios, aunque existen algunos bellísimos en el sur en ciudades como Savannah o Nueva Orleans, parecen del todo cementerios sino en su mayoría son amplias y austeras extensiones de verde de las que sobresalen pequeños monolitos de piedra. Desprovistos de vallas, si uno es descuidado se acaba internando en ellos creyéndose que son parque o un campo de soccer. Ni siquiera los cementerios militares, muchas veces ubicados junto a autopistas, con sus cientos o miles de cruces blancas alineadas milimétricamente le acaban de transmitir a uno el respeto y solemnidad debidos a la vieja señora de la guadaña. Que nadie espere encontrarse en Estados Unidos la privacidad y el barroquismo de los cementerios españoles, muchas misas corpore in sepulto o la entrañable y quizás algo anacrónica inclusión de esquelas funerarias en los periódicos.

Este soslayamiento es verdaderamente contradictorio en una cultura cuyos individuos tienden a despreciar el presente y se caracterizan y enorgullecen con mirar permanentemente al futuro. Una cultura del becoming que los centros comerciales han hecho suya con una sucesión ordenada de eventos que llenan el espacio y el tiempo: primero Halloween, después Christmas, más tarde Saint Valentine, después President’s Day y así sucesivamente. Siempre se anuncia en el horizonte un evento festivo proclamando que lo mejor está por venir. Los americanos son expertos en planear reuniones familiares en algunos casos con años de antelación, las vacaciones ocho meses antes, el futuro con fondos de pensiones privados en los que uno empieza a cotizar con veintitantos o con fondos de inversión que los abuelos o padres abren a sus hijos recién nacidos para cuando vayan a la universidad. Sin embargo, el final definitivo del trayecto apenas se contempla y eso que, para más inri, los americanos viven por término medio tres años menos que los españoles y es el único país industrializado en el que la esperanza de vida sigue bajando. No ya la angustia, sino la mera melancolía vital que todo el mundo puede y probablemente deba experimentar, es duramente reprimida mediante tratamientos psicológicos y medicación (alrededor de un 25 por ciento de los universitarios estadounidenses toma algún tipo de antidepresivo) como si se tratara de una patología. Asimismo cualquier expresión a nivel cotidiana que desprenda un tufo a tristeza es magnificada e interpretada como el síntoma de que algo te va mal en la vida y que, por supuesto, puedes encontrar soluciones para ello si lo tratas adecuadamente.

Creo que en esto, pero no en muchas otras cosas, los españoles nos empezamos a parecer a los norteamericanos.

domingo, 15 de enero de 2012

Mujeres

Aunque no resulta fácil de definir, hay algo distinto en la manera que tiene la mujer americana de estar en el mundo. Y es algo que tiene que ver con su condición social, por decirlo de algún modo, bipolar. Por lo que he podido observar, son en muchos casos son las mujeres las que han mantenido más viva la naturaleza asociativa que ha hecho desde sus comienzos la sociedad americana tan peculiar en su mezcla de individualismo y contrapeso de grupo. En América, las mujeres, a diferencia de los hombres, plantean una cantidad mayor de actividades y proyectos en los que la propia condición de ser mujer define su razón de ser.



Existen, por ejemplo, muchos más book groups, grupos de discusión acerca de libros que por regla general suelen reunirse una vez al mes, compuestos exclusivamente de mujeres que de hombres; en ciudades como la mía los comercios se ponen de acuerdo para abrir más tarde y ofrecer descuentos periódicamente a grupos de mujeres sin existir actividades equivalentes para hombres; en la universidad hay grupos de mujeres que se reúnen para tomar una copa sin otro vínculo aparente que el de su sexo. Nada parecido sucede en lo que se refiere al asociacionismo masculino, mucho más funcionalista y que suele estar vinculado a organizaciones de servicio social como los rotarios u otras semejantes.

Una interpretación obvia, y con un sesgo feminista, tendería a considerar esta superioridad de las mujeres en términos asociativos como gestos de reafirmación de la condición femenina en una sociedad en las que las relaciones entre sexos no se desarrollan con total igualdad. Sin embargo, cualquiera que conozca mínimamente este país sabe que no es así. No sólo por el rigor que las organizaciones muestran a la hora de aplicar cuotas de sexos u observar conductas que puedan, si quiera mínimamente, sugerir acoso sexual o discriminación, sino por la propia realidad de la vida cotidiana. A diferencia por ejemplo de España, se ha hablado mucho últimamente de cómo las mujeres tienen un índice de ocupación laboral mayor que los hombres que pone a éstos, también en las relaciones de pareja, en una situación de indefensión particularmente en circunstancias como la actual. En contraste con la mujer, el hombre americano, aunque sigue habiendo un importante nicho de mercado para el macho clásico asociado al mundo del futbol americano o a la figura del cowboy, aparece como un ser inseguro, desagregado, solitario, pasivo y con problemas para relacionarse socialmente con otros de su especie. A mi me parece que el americano, en contraste al hombre de estética metrosexual cuando no abiertamente gay en muchos aspectos que abunda tanto en Europa, no ha sabido reinventarse.

Sin embargo, y paradójicamente, esta situación de hegemonía de la mujer americana en la superficie aparece entremezclada con otros rasgos de sumisión casi ancestrales. Leyendo Generation me, bestseller sociológico acerca de los hábitos de vida y la forma de pensar de la gente que tiene entre 15 y 30 años que ha tenido un enorme éxito en este país, uno se entera de una de las prácticas sexuales más frecuentes en los colleges americanos es la felación como el mejor recurso para tener sexo seguro. Una evidencia que uno confirma viendo la película The social network en la que, a juzgar por lo que se ve, gran parte del éxito social de las universitarias de Harvard que aparecen parece basarse en la rapidez y pericia con la que realizan dicha felación al partner de su elección. No son pocas las mujeres que he encontrado que han puesto el grito en el cielo porque piensan que podría estar produciéndose una situación de regresión social en la que el hombre recupera un rol que parecía perdido.



¿Es contradictorio llevar las riendas de las familias y la sociedad y al mismo tiempo esta compulsión por satisfacer sexualmente al hombre en las nuevas generaciones? ¿Es algo específicamente propio de la mujer de los Estados Unidos? ¿Hay algo raro en ello? No lo se, no soy experto en estas cuestiones. Hace algún tiempo, una amiga de mi mujer que estuvo en España nos contaba que, en su opinión, las españolas “lo tenían mucho más claro” en la vida que ella y algunas de sus amigas americanas. Todavía no se, ni creo que ella lo supiera del todo, a que se refería pero puede que tuviera razón.

lunes, 9 de enero de 2012

El mito de Italia

Los mitos son indestructibles, inmortales y siempre tienen razón. Por algo son mitos. En cuestión de culturas, Italia, junto a Francia, es un gran mito en Norteamérica. Da lo mismo que haya tenido a Berlusconi (del que por cierto el americano de a pie apenas se ha enterado de que existió), de que ahora tengo un gobierno de tecnócratas o de que su economía se esté yendo a pique. Italia es siempre Italia para el americano. La existencia del mito no tiene tanto que ver con un hecho turístico si bien es cierto que el doble de americanos (2 millones al año) visitan el país transalpino en comparación con España (un millón), siendo España un receptor global mayor de turistas.

Si cuesta encontrar huellas españolas en la vida cotidiana de los americanos, la presencia de lo italiano es constante. Una presencia apabullante que a primera vista comienza con la aplastante presencia de restaurantes italianos, pizzerías, cafeterías y heladerías (nunca he escuchado tanto la palabra gelato como aquí) o recetas de inspiración italiana o con ingredientes considerados italianos en las revistas y programas de televisión. El español no familiarizado con esta adoración de lo italiano puede acabar algo traumatizado y con cierto sentimiento de inferioridad ya que muchas de las señas de identidad españolas en lo culinario han sido literalmente taken over por los italianos. En líneas generales, por citar sólo unos cuantos ejemplos, para un americano medio el jamón serrano es prosciutto, la paella un tipo de risotto, la tortilla puede pasar por una fritatta y el chorizo puede confundirse perfectamente por un tipo más de salami. El perejil (Italian Parsley), las ciruelas (Italian plums), el brócoli, las judías blancas (canellini beans), los calabacines (zucchini), todo lleva el sello de Italia, el país de los grandes ingredientes. La imposición del lenguaje transforman al español en una especie de italiano sin el encanto del mismo, una especie de quiero y no puedo, quizás un mero wannabe con pocas señas de identidad que no sean el idioma por la fuerza de los números, el sol y las casas enjalbegadas de cal y de tejas rojas. El flamenco y los toros quedarían casi para un público semi-especializado. El auge de la nueva cocina española, los Adrià y compañía estarían reservados a una élite.

El mito de Italia también lo encontramos perenne en el mundo del lujo, de la publicidad de las revistas femeninas y lifestyle, un mundo, a pesar de la informalidad americana en el vestir, altamente reverenciado. Zara y Mango pueden ser más importantes que Armani y Prada desde un punto de vista numérico, pero no dejan de ser pret-a-porter y además tienen un nombre que suena más italiano que español.

La alta cultura italiana, empezando por el renacimiento, forma indiscutiblemente del canon americano (y yo diría occidental) mucho más que la española. Michelangelo siempre será más conocido que Velazquez, Leonardo que Goya, Boticelli que el Greco, Picasso con las dos eses pasará fácilmente por italiano o francés.

Podría seguir y no parar. Hace años, cuando aún vivía en Madrid, conocí a un profesor de historia español que había enseñado en Estados Unidos casado con una bostoniana. Le había solicitado su voluminosa tesis doctoral para utilizarla como referencia bibliográfica en la mía propia. Había vivido y aún pasaba temporadas en los Estados Unidos. Me empezó a hablar de cómo los italianos habían usurpado la presencia española en este país logrando que Colón en inglés se dijera Columbus en base al hipotético origen italiano del almirante, logrando que el día del descubrimiento de América se celebraran desfiles de ítaloamericanos y lo de la hispanidad les sonara casi a chino (aquí todavía se denomina Columbus Day). Este profesor-doctor era, y espero que lo siga siendo ya que tenía una salud delicada, un noble de buena planta y yo creo que con una hidalguía muy española me confesó que odiaba la pasta, cuya popularidad se debía al instinto comercial de los italianos. A mí entonces, ajeno a este tipo de preocupaciones, me chocaron sus comentarios pero sospecho que albergaba algo de razón.

Como dice mi amigo Antonio Núñez en su libro¡Será mejor que lo cuentes!, el mito no es verdad ni mentira, es simplemente ejemplar. Los mitos narran falsedades para revelarnos grandes verdades. Nos guste más o menos, de lo que no cabe duda es de que Italia es un mito en todo el mundo pero en el caso de los americanos si cabe más.

lunes, 2 de enero de 2012

Las tarjetas regalo de Starbucks y la simetría

Pocos días antes de las vacaciones de navidad, una de sus alumnas regaló a mi mujer, también profesora universitaria, una tarjeta regalo de cinco dólares para gastar en Starbucks. El regalo era en agradecimiento a la labor que había desarrollado como coordinadora o advisor de una publicación online del departamento de periodismo de la que esta estudiante ha sido la directora durante un trimestre.

No se si será por deformación profesional pero mi primera reacción fue analizar la acción desde un punto de vista comunicativo. Pensé en que esta estudiante podría haber elegido invitar a mi mujer a tomar el café en la universidad un día cualquiera pero probablemente lo había desestimado por el riesgo de recibir una negativa, de que la conversación se tornara incómoda o que una acción tan efímera le quitara lustre y emotividad al gesto. Por otro lado, me llamó la atención el formato del regalo. Un formato que permite posponer y alargar la emoción del sentimiento de reconocimiento por el alumno, quizás la mayor satisfacción que puede sentir cualquier profesor. En resumen, me pareció una acción de relaciones públicas perfectamente concebida en su modestia.

Después de todo, y visto fríamente, lo que hizo esta estudiante no fue sino invitar a mi mujer a un simple café, un café fancy quizás, un latte grande con leche de soja o un frapuccino de algún sabor inverosimil o cualquier otra de las diecinueve mil combinaciones posibles de café que pueden darse en Starbucks. Sin embargo, había algo que no acababa de resultarme natural en este tipo de iniciativa y que no estaba estrictamente relacionado con el valor cuantitativo del regalo. Un algo que pienso que tiene que ver con mi condición de español y una idea del resentimiento social de la cual nos cuesta desprendernos. Los españoles tenemos presente la existencia de relaciones de poder mucho mas que los americanos y, por tanto, nos sigue chocando que aquellos que deberían sentirse legítimamente como acreedores respecto a aquellos que ostentan el poder se transformen en lo contrario como en el caso de esta estudiante. En nuestro país este resentimiento lo percibo bastante a menudo (no siempre, afortunadamente) en la rudeza de los modales de aquellos cuya actividad se relaciona con el servicio al cliente, en la forma en que los ciudadanos perciben la crisis como un juego de suma cero en el que si alguien gana todos pierden o en la visión denigratoria que los empleados tienen de sus jefes.

A decir verdad, me sentí, en cierto modo, incluso un pelín decepcionado de que todos los estudiantes no sean como los profesores los retratan a menudo: desagradecidos, arrogantes, perezosos, resentidos... Pensé como en mis tiempos de estudiante en la Complutense, tras una experiencia parecida a la de esta alumna, a ninguno de nosotros se nos hubiera ocurrido regalarle nada al profesor, más bien al contrario hubieramos esperado que a final de curso el profesor, en agradecimiento al buen rollito generado en la clase, nos hubiera invitado a tomar unas cañas a un grupo de escogidos. No es que aquí, en America, no haya profesores que inviten a un café y muffins a los alumnos a final del trimestre (a cañas es más difícil por la prohibición del consumo de alcohol hasta los 21 años) pero si es mucho más habitual que se produzca una reciprocidad que en una mayoría de los casos es sincera ya que los alumnos son escrupulosos en tener este tipo de gestos cuando las notas han sido puestas en el sistema informático.

Empecé a pensar que una característica de la sociedad norteamericana es, a pesar de las objetivas desigualdades sociales (que, por cierto, son en muchos sentidos inferiores a las de la sociedad española), la existencia de simetría en las relaciones laborales y personales. Y esto se produce porque, en oposición a la idea de panóptico de Bentham, un concepto de poder disciplinario todavía común en España basado en que los que se encuentran en lo alto de la jerarquía vigilan (y premian) a los que se hallan en los estratos inferiores, en América muchas organizaciones funcionan como en una plaza pública donde, a pesar de las diferencias de rango y salario, todo el mundo observa a todo el mundo que se siente con capacidad para enjuiciar, premiar o castigar. Debido a ello incluso un estudiante que pronto se graduará en periodismo con un deuda en préstamos estudiantiles de ochenta mil dólares y en un mercado laboral más que complicado puede sentir la suficiente gratitud para comprar una tarjeta regalo de Starbucks de 5 dólares a un profesor titular de una universidad pública con el salario prácticamente garantizado de por vida.